Mi añorado Charles Buchinski

Cuando decidí cambiarme de compañía telefónica para que el servicio de Internet nos resultara más económico, no sabía que estaba colocando una «Smith & Wesson» sobre mi pelada  sien. Como casi todas las relaciones empezó con buenas palabras y promesas de un futuro mejor. Me tiré de cabeza a una piscina llena de canales de televisión, llamadas y una conexión a  Internet  más veloz, todo a un mejor precio. Un técnico contratado por la empresa se personó en casa y en un periodo corto de tiempo ya estaba todo operativo.Se abrió un nuevo mundo a mi alrededor, las pupilas se me dilataban  al ver canales específicos de música y otras artes de los que  años atrás había oído hablar. Internet era un caballo veloz que corría libre por la red inalámbrica, el timbre del teléfono sonaba como una nueva sinfonía que invitaba a reir. Eran tiempos felices, la sonrisa se instaló en el sofá del salón. Por toda la casa flotaba un ambiente grato y vivo de comunicación interactiva. Un día a la vuelta de la interminable jornada laboral, descubrí con nerviosismo que mi caballo que pastaba libre por la red de redes, no sólo no galopaba, ahora ni tan siquiera era capaz de trotar. Había comenzado mi vía crucis particular, sólo hacía cuatro días que el supuesto técnico cerraba la puerta mientras aseveraba  – Esto ya está. Dos días más tarde tras comprobar que mi cuadrúpedo equino no regresaba a casa llamé al servicio de asistencia técnica  de mi nueva compañía. Cuatro de Octubre de  dos mil ocho. Mi llamada era la puerta de acceso al lugar dónde habita el terror. Tras unos minutos de espera y otros tantos de intercambio de información de datos con una máquina, se conectó al otro lado del receptor una voz femenina. Fue pasando el tiempo y yo sin saberlo acababa de entrar en nómina como parte ejecutora del «invisible» servicio técnico. Saqué mi ticket para la montaña rusa de los sentimientos y me recoloqué en mi asiento. Era una vagoneta típica de atracción de ocho plazas. Antes de iniciar el paseo a mi lado se colocó el desasosiego y de manera correlativa se fueron sentando, congoja, inquietud, agitación, violencia, estremecimiento y el último en tomar asiento fue angustia. Una hora  y cuarenta y seis minutos y diecinueve segundos duró el paseo. Bromas del destino mi nuevo jefe se llamaba Esperanza, este era el nombre de la voz femenina que me introdujo en los  estudios de redes inalámbricas. Todo concluyó cuando Esperanza determinó que la solución era enviarme un nuevo router. A la mañana siguiente y con mis nuevos talentos tecnológicos adquiridos, conseguí que el caballo volviera a trotar. Este episodio sólo era el aperitivo de una serie de llamadas  que tuve que seguir realizando para disfrutar de aquellas promesas olvidas de conectividad. En la actualidad procuro ser más conciso y rápido en mis insultos, ya que el ticket de la atracción supuso cuarenta y dos euros. Maldigo el día que se me ocurrió  pensar que vivíamos en un país desarrollado y libre e hice la estupidez de llamar a ese número de color naranja. Ahora dispongo de conexión a Internet que funciona cuando quiere y puedo recibir llamadas pero no hacerlas y respecto a los canales de televisión eso es  otra historia…Para concluir la compañía eléctrica pensó que todavía no teníamos motivos suficientes para  estar apesadumbrados y provocó una subida de tensión. Se ha quemado de manera literal la nevera, el microondas, la vitrocerámica, la fuente de alimentación del ordenador y el querido «tdt» que nos proporcionó la nueva compañía telefónica para sintonizar sus canales. Rezo todas las noches con gran devoción. Rezo  para que el espíritu de Charles Buchinski «Sr Bronson» emerja en mi interior y de una vez por todas se imparta  justicia.

La mano que mece la braguita

La polémica suscitada por el cartel de una película que se acaba de estrenar nos transporta a un mundo que creíamos ya extinto y superado. Es el mundo de los censores. Y este no es el título de una película de nuestro querido Mariano Ozores, quien era mucho más ingenioso y cualificado, sino esos tipos grises (y de un gris bien oscuro) que viven en sótanos, ocultos de la luz solar del día a día, y anclados en un tiempo que huele a madera con carcoma y represión. Su única compañía, la tijera. Sabios todos ellos, con másteres en cinematografía, publicidad y comunicación, que atraviesan la pantalla de la vida velando por nuestro bien como espectadores, y determinan si un cartel o una película tienen esos “buenos” valores tradicionales que reúne cualquier buen ciudadano de a pie. Si subieran las escaleras que llevan a la luz y se alejaran de sus oscuras habitaciones, se encontrarían con una inmejorable oportunidad para negociar con los auténticos dueños del mundo de la comunicación.

Si los autores del carticidio le hubieran colocado un aparato último modelo de móvil en la mano que se introduce en  la braguita se habrían hecho de oro.

La mano que mece la braguita es la mano que gobierna el…